Wednesday, February 27, 2019

Mauricio


Mauricio escuchó gritos y aplausos que venian del cuarto de su madre en el segundo piso, era algo ajeno a la monotonía y tranquilidad de su hogar; regresaba de la playa, sin embargo no se dirigió a la cocina como tenía pensado, la curiosidad lo llevó a la planta alta a indagar la razon de la algarabia. Serían las cuatro de la tarde, el sol radiante entraba a torrentes por las ventanas ubicadas frente al oceano; Lula, la perra pastor alemán que de inmediato corría a informar a Delia cuanto ocurría en el primer piso, esta vez se habia hecho humo. Mientras subia al segundo piso vio la puerta del dormitorio de su madre ligeramente abierta. Sin ingresar con la vista buscó el espejo del tocador frente a la cama donde todas las tardes su madre se recostaba a tejer y ver televisión; la encontró recostada sobre  una ruma de almohadas, aclamada con aplausos de dos de sus hermanas, Delia posaba como una emperadora, llevaba el chal púrpura que por años guardó en el ropero y a veces, risueña, coqueta, mirándose al espejo con movimientos lentos que nadie le conocía, se jactaba de su hermosura juvenil. Hoy la prenda acariciaba los hombros escotados con el desafío de hacer realidad sus atributos seductores; media pierna descubierta, el diminuto reloj de brillantes que jamás usaba, ahora adornaba el brazo que yacía sobre un cojín satinado; Rosa y Angélica la maquillaban dandole aliento, animándola, movian las manos como maestros de la sinfónica, exigiéndole histrionismo, naturalidad, saltaban, gritos, gestos torcidos, aplausos. Delia lucía apagada, confusa, ausente, triste, pintada en exceso, con un peinado opaco en su rostro rigido que a fuerza de gritos trataban de hacer sonreír. Delia no supo dónde esconderse al sentir la presencia de Mauricio; sofocada evitó sonreir, sólo atinó a despegarse la blusa traspirada del cuerpo. No entendió algo que una de sus hermanas dijo,  sin embargo explotó en carcajadas haciendo que el marcado maquillaje exhibiera con nitidez la desazón que quería ocultar;  buscó algo y al ver que no la entendían, sacudió los hombros, los antebrazos, no resistió la indumentaria y estalló en llanto; la habitacion olía a perfume fuerte, fragancia francesa, sudor de mujer, desesperación, sexo atormentado, llanto; las tías  dejaron de moverse y al reparar que Mauricio las observaba la reacción:

     - Anda a tu cuarto  hijito, esto es asunto de mujeres, le dijo  Rosa  cerrándole  la puerta. 

       Mauricio con su  madre tenían la costumbre de decirse ocurrencias jocosas siempre que él por alguna razón se dirigía al segundo piso: ella lo recibía con que si no cerraba la boca las moscas iban a salirle por las orejas; él amenazándola con llevarla a los tribunales y denunciarla ante las organizaciones protectoras contra el abuso infantil que cometía con su hermano mayor que vivía el santo día haciendo ejercicios, levantando pesas, comiendo como un ogro y durmiendo como un oso para en las noches irse con las putas de vergel. Madre e hijo bromeaban con lances y puyas explotando en festejos y carcajadas. Esta vez en cambio, la rutina no estaba en escena.

La tarde luminosa filtraba sus rayos incandecentes por los bordes del grueso tapa sol de ambas ventanas abiertas del segundo piso, viento fresco ingresaba inflando las cortinas como faldas flamencas que danzaban a lo ancho de todos sus pliegues para luego amainar, regresar a la tranquilidad junto con el vaivén del ruido del mar, hasta que el viento nuevamente las lanzaba a bailar al ritmo de la luz disperza que se reflejaba en el piso brillante de parquet ambar como antigua remebranza.

       Por aquellos tiempos Delia  estaba dedicada a su hogar y tenía una afición increíble por el tejido; vivía empecinada en tejer prendas para sus hijos. Desde niña le gustó y no recordaba como lo aprendió, sólo que le tenía fascinación. Cocinaba, -decía- para complacer a sus hijos; porque era la mujer más feliz del mundo viéndolos devorar los manjares que ella preparaba. Lavar ropa nunca le gustó por eso con mucho tino desde ninos les delegó hacerlo ellos mismos y les enseñó a manipular una pequena lavadora mientra soltaba el estribillo que a ella desde muy pequeña su abuela le enseñó y que ahora se lo agradecía. Planchar era algo espantoso, un insulto, no lo soportaba; toda la vida su casa estuvo repleta de ropa limpia amontonada en roperos, cómodas, closet y hasta en las mesitas de noche, todos los cajones estaban llenos de ropa por planchar; a ella  nunca nadie la vio planchar. Delia recurría a las empleadas, a sus hermanas, a las vecinas para salir de esa difícil situación. En cambio tejer en cualquier época del año era su afición predilecta; podía pasar horas enteras tejiendo, se olvidaba de todo, hasta de encender la luz; a veces a oscuras la encontraban y recién cuando le hacían ver lo tarde y oscuro de la habitación, reaccionaba y reía, así era contenta.

Sus hijas,  -decía-  afortunadamente ya estaban casadas y sus hijos   encontrarían

cualquier loca, se irían tras las faldas y ella se quedaría sola pero feliz tejiendo.

   Su casa siempre estuvo llena de amigas que iban a tejer; se sentaban en la sala, una al costado de la otra, todas alrededor de la televisión con sus rostros de felicidad. Desde lindas jóvenes hasta señoras  subidas de años; amistades conocidas e inesperadas visitas compartían secretos del oficio, hacían competencia de diseños y velocidad en un ambiente de  risas y alegría. A media tarde tomaban un lonchecito y luego seguían tejiendo hasta llegada la noche cuando se retiraban haciendo promesas de proyectos ambiciosos; otras veces daban las 2 de la tarde y el equipo de tejedoras despertaba del letargo y a los gritos salían despavoridas a sus hogares a preparar el almuerzo que los hambrientos estaban por llegar.

Delia tenía toda variedad de palitos de tejer, desde los más pequenos hasta los que parecían postes de alumbrado eléctrico, incluido croché. Era frecuente que alguien de la familia vistiera su última creación, quien tenía esa responsabilidad era testigo del valor que a esos trabajos las amistades le daban; la gente hablaba maravillas de ella. A veces a Mauricio le tocó exhibir la última creación de su madre, dejar que las amistades vieran en detalle el "punto" del tejido, que los contaran, sumaran y los restaran, que  chequearan y tomaran nota y apuntes del modelito. 

                 Delia tejía rápido y lo hacía con una sonrisa en el rostro, no podía evitar sentirse feliz. Las matemáticas no era su profesión ni hacía aspavientos de ella, pero contando puntos del tejido, disminuyendo correlativamente de un lado y después del otro cuando el tejido en alguna parte se angostaba o viceversa, y tenía que ir aumentando cierta cantidad equitativa de puntos a ambos lados de la pieza, o  "comiendo"  sincronizadamente de un lado asi como del otro para achicar y después aumentar y después calcular la pretina, la distancia de puntos entre los ojales... Era la mejor matemática del mundo, hacía las sustracciones más complicadas sin apuntar ni usar lápiz ni papel. Realizaba sus operaciones matemáticas sin distraerse de la  conversación y viendo al mismo tiempo las novelas o las noticias de la televisión. La radio de la cocina toda la vida tuvo que estar encendida porque el silencio para ella era el cementerio, la muerte; si no escuchaba bulla en la cocina, decia, se  sentía como en un cajón de muerto y que cuando ello ocurra, la muerte, el silencio era lo que le iba a sobrar, pero ahora había que escuchar la bulla de la vida. Por eso en su casa siempre tenía que haber ruido, escuchando música, noticias y darse maña para atenta escuchar qué  estaban haciendo sus hijos por los alrededores, todo esto, mientras restaba, sumaba, multiplicaba, aumentando, quitando tantos puntos de aquí, de allá. Delia podía  hacer todas esas cosas juntas. La vecina  Maria Carle, en cambio, llevaba un cuadernito donde tenía todos sus apuntes desde sus inicios hasta los últimos días; ahí  figuraba las tallas, cuantos puntos tuvo cada uno de los muchachos en sus espaldas, mangas y cintura a distinta edad, y cuanto después que les dio el desarrollo. La destreza con los dedos de la señora Carlé era increíble, imposible emular aquella versatilidad; ni el mejor pianista saldría de aquellos arpegios o laberintos de un millón de notas antojadizas y cruzadas, hilos enredados y los dedos de Maria Carlé cogía el lado exacto que llevaba por mil vericuetos y con unos cuantos movimientos, desenredaba verdaderos laberintos; desenredaban nudos y después me enteré que igual hacía con situaciones enmarañadas de parejas que acudían donde ella en busca de auxilio por su fama de resolver las peores controversias amorosas.

    

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